Las tardes se acortan mientras las horas se pliegan
en sí mismas y la felicidad palidece con esa luz que se escapa a mis ojos.
El frescor de la tierra gatea por mis piernas tanto
al alba como en las tardes que languidecen tan temprano, tan pronto, que no me
acostumbro a decir adiós al día que se resbala en largas noches achicando el
manantial de luz que adorna mis horas desde primavera.
El tiempo muta, se mueve con la cadencia de una
estación mientras la melancolía se cuela por las rendijas de esta vida mía que
no se acostumbra a decir adiós… Adiós a las gaviotas, al rumor pausado de las
olas, al runrún del estío, al azul celeste hasta altas horas de la noche. A
fresas, vainillas y melocotones con que mis ojos saludan y despiden a los días
que me acompañan. A la música del grillo y del gorrión, al aroma de la tierra
recién segada y a la sal de la mar.
El tiempo se diluye en mis dedos, se desliza en mi
memoria y un tibio reflejo de mi vida garabatea en una instantánea que será el
único recuerdo que me susurre en los largos días de invierno cuando la memoria
juguetee con el ayer dulce de mi existencia.
1 comentario:
Convierte en hastaluegos los adioses y dedícate a vivir los holas.
Besos.
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